viernes, 25 de mayo de 2018

El viento, el recuerdo y Fake Plastic Trees de Radiohead.


A Jeniffer (con doble efe) Sampedro S.
Guayaquil, septiembre 2015 

No llovía, pero hacía un viento algo húmedo que refrescaba bastante, tal vez en demasía. Había amanecido más oscuro de lo que era habitualmente en esa época del año. Nubarrones grises que a ojos de cualquiera que no viviera en la ciudad anunciaban lluvia, poblaban el cielo (los avecindados sabían bien que, lo único que se podía predecir en esa ciudad, era el calor y la humedad, porque jamás los privaba de su presencia). Él ya iba de salida, encaminado a su rutina laboral, mientras gente apurada por ir a sus trabajos o apurada llevando a sus hijos a escuelas y colegios eran moneda común a esa hora. A dos manzanas de distancia de su casa estaba la vía por donde pasaba el bus que lo llevaría la primera parada de su viaje. Lo tomó sin problemas. Como siempre a esa hora, no había asientos desocupados, por lo que, una vez dentro del vehículo, estiró uno de sus largos brazos para mantenerse en equilibrio, sujetándose de la barra de aluminio que surcaba longitudinalmente el autobús, clavada al cielo raso. Al estar en la parte del casco central donde usualmente se bajaba, caminó 3 manzanas más para tomar el otro autobús, que lo llevaría a la ciudad pequeña cercana, donde esperaría a su compañera de trabajo, para juntos, ir a la oficina en que laboraban. Para ello, tomó uno de los buses amarillos grandes, algo envejecidos, que hacían esa ruta, pagó el pasaje al conductor y por fortuna, pudo tomar asiento. Era la única persona que llevaba gafas de sol puestas a esa hora del día.

La radio del bus tenía puesta música del tipo del que él particularmente aborrecía: géneros tropicales de compás simple que generalmente hacían loas obscenas a la voluptuosidad y la lujuria, con no pocas referencias a traiciones amorosas, hazañas sexuales y parábolas de remarcada simpleza. A él no le gustaban porque había sufrido durante mucho tiempo la herida que le dejaron los engaños y la traición de la persona que amaba. Además, él sabía que a ella le gustaban esos tipos de música, la que se reproducía mucho en lugares de diversión nocturna, que ella gustaba de frecuentar y que él no visitaba, no tanto por esnobismo o por aires de intelectualidad, sino más bien porque se sentía en desventaja ante las variadas y abundantes muestras de pericia técnica de las parejas que bailaban. A él le era tan difícil hacer lo que todo el mundo en esos sitios hacía como si hubieran nacido haciéndolo; siempre decía y se decía que tenía dos pies izquierdos. El derroche de sensualidad de las personas que danzaban le atraía pero a la vez, le repelía; le dolía saber que su amada estaba expuesta a hombres apuestos, de buen continente, que bailaban bien, que eran los “reyes de la noche” y que él, que podía citar sin problemas a Wilde, a Joyce, que adoraba a Borges y solía tomar café leyendo pasajes de Bertrand Russell, no podía competir contra ellos; que su sensibilidad poética o su inteligencia no eran consideradas sex appeal. Se odiaba por no ser como ellos, como cualquier hombre que tuviera lo que su amada admiraba: buen físico, pericia para el baile y ganas de farra. Se odiaba por no ser normal, por preferir a Radiohead en vez de algún cantante de reggaetón. Se odiaba porque sabía que había intentado convertirse en un hombre como todos, pero había fallado en esa empresa. Se odiaba incluso porque mientras todo el mundo escuchaba sin problemas lo que sonaba en la radio, a él le causaba estrés. Pese a la acuciante necesidad que sentía de “neutralizar” el barullo exterior, tenía miedo de prender su reproductor portátil de música. Hacía ya un buen tiempo que no había descargado música nueva, mas bien había eliminado casi toda la música y, por una de sus recurrentes crisis melodramáticas, había dejado intacto el “The Bends”, ese álbum de Radiohead de 1995 que tanto le gustaba por lo rapsódico que le resultaba. Temía, más que todo;  oír “Fake Plastic Trees” por la angustiante melancolía que le provocaba saber que estaba abducido por el juego; ese ir y venir; estar y no estar; querer y no querer, que había caracterizado a la última década con (sin) ella. Se figuraba como el jugador de un juego interminable; aquel que había renunciado a su libertad por enésima vez; persiguiendo el sueño de convertirse en alguien que atraiga a su amada. Se imaginaba de plástico, de caucho, siendo maleable, soportando todo, durante tanto tiempo. Se decía, recordando la letra de la canción: “If I could be who you wanted… all the time (si yo pudiera ser quien tú quisieras…todo el tiempo)”. Ya lo había intentado de todas las formas posibles (o al menos así lo consideraba); ya le había causado dolor siendo indiferente ante las peticiones de ella. Durante mucho tiempo se había refugiado en el anonimato; había desaparecido sólo para causarle dolor y creía que había tenido éxito, aunque no podía negar que esa actitud también le provocaba dolor a él, el dolor de saber que no debía tenerla… pudiendo hacerlo. Otras veces había sido al revés, había estado con ella pero a la vez no se prohibía estar con otras mujeres. Él se decía que estando a la vez con ella y con otras el dolor sería llevadero. No lo hacía para particularmente causarle dolor, sino que lo consideraba una forma de estar prevenido ante el dolor que le causaría una nueva partida de ella; una nueva despedida. ¡Y es que había ocurrido tantas veces! ¡Tantas veces ella se había ido! Es por eso que en este “nuevo intento”, se dijo que sería totalmente sincero con ella y lo había tratado de ser. Había expresado amor las veces que sintió que debía expresarlo, sin contenerse. Había hecho llegar presentes las veces que se le ocurrió que debían llegar, sin contenerse. Se había dado maneras para volver a amarla y creía que lo estaba logrando: se enamoró nuevamente de ella. Él estaba seguro de que ya había dejado de quererla, pero algo en el viento de la noche del 14 de febrero, cuando estaba con otros amigos que celebraban al amor en la ribera del gran río, en un sitio de bebidas de moderación, le ocurrió. Él sintió que algo le impelía a actuar, algo le decía que vaya buscarla, que no se preocupe por el tiempo perdido sino por el que podría perder. Esa sensación tenía algo especial, él había salido sólo por insistencia de uno de sus mejores amigos, quien saldría con la novia pero quería que él lo acompañara, y él, aunque odiaba la faceta de “tercero” en una noche de parejas, accedió a salir sólo por complacer a su amigo. Fue entonces cuando, entre la nostalgia del recuerdo de ella y el poco decoroso sentimiento de ser siempre el tercero acompañando a sus amigos en pareja; decidió que tenía que ir a verla. Y a fines de ese mes lo hizo. Había empezado (o había creído empezar) una nueva etapa de sentimientos. Él tenía claro que era difícil tener una relación con ella, por todo lo que había pasado. Pero se había prometido intentarlo, se había prometido que iba a purgar todo el veneno, que iba a hacer un ejercicio extraordinario de dejar el pasado atrás, de cerrar el libro y empezar una nueva historia, con la misma persona a la que había amado desde hace una década. Y lo estaba haciendo, lo estaba logrando. Estaba dejando atrás esos pensamientos bajo lógicas de comprensión, de perdón, de arrepentimiento… y de construcción. Pero más que todo, sentía fervorosamente que lo que guiaba este caminar, era el incombustible amor que sentía por ella.

Se admiró de que en tan poco tiempo (generalmente tomaba unos 15 minutos el viaje en bus desde el casco central hasta la ciudad donde lo recogería su colega) tantos y tan difusos pensamientos se le vinieran a la mente. Se decía que era increíble lo que ella le generaba más que todo porque él, siendo un súbdito de la razón, no encontraba asidero racional a tamaño sentimiento.

Ahora, lo embargaba nuevamente una tristeza insuperable. Todo había estado bien en la relación durante el último par de meses; pese a pequeños “impasses”, él se sentía respaldado nuevamente, se sentía querido, sentía que sí, que esta vez sí podía ser realidad. Pero… había llegado desafortunadamente al conocimiento de esa fotografía. En la instantánea se la veía relajada, en estado neutral pero con una incipiente alegría, cabello suelto, una blusa de colores sin mangas que él si le había visto usar, ligeramente dispuesta hacia su derecha, y sí, a su derecha estaba un hombre de tez blanca, con una gorra deportiva y camiseta de la misma marca, con un logo fosforescente, que brillaba en la oscuridad, éste tenía una sonrisa algo taimada –o al menos él suponía que se veía así: artero, ladino-, y la abrazaba… y ella tomaba, con su mano izquierda, la mano izquierda de él. A criterio de él, era una fotografía de una pareja más. El lugar en que se había tomado era justo el tipo de lugares que él odiaba por lo que le recordaban, porque estaba presente ese presentimiento cruel de que cada vez que ella fue a un sitio de esos, no le guardó consideración. Era oscuro, como una discoteca, había cervezas por doquier, era el tipo de salida que él sabía – o creía saber- , cómo terminaría. Eso lo descolocaba. Lo destruía. Aún más, creía que el hombre con el que ella posaba en la foto era aquel que la había llamado cuando ellos estaban por salir de viaje hacia la costa, para pasar un día y una noche restantes del último feriado que hubo en el país. Él le había preguntado las razones por las que aquel hombre la llamaba y ella había dicho varias cosas en apariencia tranquilizantes, como que el hombre que la llamaba era un amigo, que habían sido novios, que no le había durado dos meses la relación, que estaba casado y tenía hijos y que ella se llevaba bien con la esposa de aquel. Pero entonces ¿por qué estaban así, como pareja? No era un abrazo común, ella estaba dispuesta a él en la fotografía, la cara de ella decía mucho, se sentía bien con el tipo y él tenía un rostro de satisfacción. Esto había bastado para provocarle una desazón de la que no sabía cómo salir. Se preguntaba “¿Hasta cuándo? ¿Por qué? ¿Por qué me hace esto si me hace entender que esta vez sí vamos a hacerlo?”. Él mismo se daba soluciones: pensaba que ahora, ya no celebraría cumplemes los días 24, contando desde el 24 de junio sino que dejaría atrás eso y empezaría a celebrar cumplemes los 14, por cuanto el 14 de agosto ella había expresado de cierto modo más notorio, que estaba enamorada de él. Es que él ya sabía la fecha de la foto, y le dolía saber que a sólo unos días antes de eso, le había hecho llegar unas flores a su trabajo, y ella dijo que unas lágrimas le rodaron por el rostro. Pero él, que había luchado tanto tiempo con los fantasmas de su doloroso pasado, ya no sentía fortaleza, sentía que nuevamente había sido traicionado, no quería reconocer nada más que lo que pensaba de esa foto, de la llamada y de las cosas que ya sabía sobre la extraña relación entre el tipo de la foto y ella. Estaba aún más dolido porque siempre había tratado de decirle que le diga “no” a los que la pretendieran por respeto a él, pese a que ella le había confesado que ella no podía decir que “no” y esto era otro de los asuntos dolorosos que él a veces, simplemente no podía concebir: “¡Cómo puede ser tan abierta todo tipo de peticiones! ¡Cómo! ¡Cómo!” Siempre rogaba pretendiendo que no suene a ruego sino más bien a conversación que ella deje de ser así, que si lo iban a intentar ella y él, lo ayude, guardando distancia con los que –naturalmente, dado el atractivo de ella- la pretendieran. Ahora, no sin una melancolía que amenazaba con llegar a lágrimas y aún más, a llanto; empezaba a pensar que no era a los otros a quienes tenía que decir que “no”, pero si a él, porque al menos eso se merecía él, que le diga que no, que no lo tenga esperanzado e ilusionado, con una relación en que por parte de ella no había monogamia. Él creía merecer que ella le hubiese respondido de forma negativa. Que le hubiese dicho que no, que no estarían juntos nunca más. Se decía que al menos, con esa respuesta, él hubiese entrado en un periodo de análisis, doloroso pero necesario de razones y circunstancias y al final, hubiera decidido, motivadamente, si la seguía o simplemente la dejaba ir. Pero ella le había dado esperanzas y, pese a que todo parecía esta vez ir bien, él sentía que ella estaba comportándose como siempre, como hacía diez años. Y él, que casi en cada asunto de su vida sabía exactamente qué hacer y qué consecuencias traería, pensando casi siempre en función de jugadas de ajedrez, ahora, como cada vez que tenía que lidiar con ella, no sabía qué hacer, no tenía idea de qué hacer.

Un fuerte sonido de claxon y varios gritos de personas diciendo “¡puerta! ¡La puerta!” lo sacaron de sus devaneos y lo pusieron en pie. Se apresuró a bajar del bus, ya estaba casi en el punto donde solían encontrarse con su compañera de trabajo. Al llegar ésta, lo primero que hizo fue preguntarle si acaso tenía algún tipo de afección ocular que lo hayan obligado a ponerse gafas tan temprano. El respondió que no, que había sido una muy mala sesión de sueño la que lo obligaba a cubrirse los ojos. Minutos después, ante lo raro que se le hacía a la conductora el silencio de su copiloto, puesto que él siempre hablaba bastante sobre multitud de temas, preguntó si él necesitaba un pañuelo, ya que le veía rodar algo sobre la mejilla. Él dijo, torpemente, que no; que parecía que las gafas que usaba eran de mala calidad y que seguramente el viento (posiblemente el mismo viento del 14 de febrero), le había causado unas cuantas lágrimas.

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