El concierto empezaría a las 9 de la noche. Luego
de sortear un par de inconvenientes de tráfico, que amenazaban con retrasar la llegada de la comitiva al inicio del recital, se llegó al punto señalado
en los boletos.
José Raúl Pinoargote y su banda, “Kana
en Tinto”, harían entonces un recorrido sobre temas emblemáticos de la trova, ese género comprometido al que algunos llamaban 'canción social' o 'canción latinoamericana', con anexos puntuales de
temas del propio cantautor. Sonaron, entre otros: Mercedes Sosa, León Gieco,
Víctor Heredia, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Jorge Drexler, en la voz de
José Raúl, con la armoniosa instrumentación preparada para el efecto.
Por la blanda arena
que lame el mar
su pequeña huella
no vuelve más
un sendero solo
de pena y silencio llegó
hasta el agua profunda
un sendero solo
de penas mudas llegó
hasta la espuma.
que lame el mar
su pequeña huella
no vuelve más
un sendero solo
de pena y silencio llegó
hasta el agua profunda
un sendero solo
de penas mudas llegó
hasta la espuma.
(Alfonsina y El
Mar)
Estaban
sentados en una mesa ubicada en posición oblicua al estrado donde se
desarrollaba el concierto. Los temas interpretados, de hondo contenido social, así como de
remarcable vena poética, hicieron que se estrechasen las manos de cuando en
cuando. A él le gustaba jugar con el cabello de ella, ensortijando las largas
hebras de su cabello suelto, poniéndoselo detrás de las orejas, o le acariciaba
la espalda con suavidad. Un par de veces le besó la mejilla, justo cuando sonaba:
“tengo un poema escrito más de mil veces, en él pregunto siempre que mientras
alguien...”, lírica que llegaba a los oídos de ambos por cortesía de Víctor
Heredia, con la voz de José Raúl y también cuando, en un alarde de virtuosismo,
el propio José Raúl en interpretación intimista, entonando él mismo la guitarra
clásica, interpretó la preciosa y emotiva “Un minuto, una hora”. La letra de la
canción, realmente invitaba a dejarse llevar por la noche, llena de una
sugerente oscuridad, con candiles en cada una de
las mesas, lo que otorgaban a la velada una atmósfera de romanticismo similar
al que uno podía ver en las películas que la gran pantalla ofrecía con
periodicidad.
Puede ser que no pisaste a fondo
Porque acá en lo más hondo,
Tengo tanto que contarte
O puede ser que las olas del mar,
Ya no llegan vivas, a romperse en nuestra orilla
(Un minuto, una hora, José Raúl)
Esta
canción, interpretada a coro con el público, entre los que él era uno de los
más fervientes cantantes improvisados, supuso una especie de clímax para los
sentimientos que lo habían llevado a invitarla al concierto. Él entendía que lo
que Juan Carlos Arbona, uno de sus últimos huéspedes de Couchsurfing le había
dicho, era una verdad irrefutable: la vida era y se trataba en exclusiva, de
fluir, de dejar el ego atrás y dejar que las cosas fluyan. A él, un asiduo
lector de filósofos de alta alcurnia, le parecía increíble que una de las
verdades más grandes de su vida, hubiese sido dicha por un humilde campesino de
Mallorca. Le dio varios besos en la mejilla, sin importarle nada más que
expresarle su cariño, su aprecio, su agradecimiento por hacer de esa noche,
algo memorable. Él trató de tenerla siempre cerca; de cierto modo, procuraba transmitirle la pasión por ese tipo de música que tanto significaba en su vida. Hubo
momentos de clímax, como por ejemplo, en la interpretación de Ojalá, del
maestro cubano Silvio Rodríguez:
Ojalá se te
acabe la mirada constante
la palabra
precisa, la sonrisa perfecta
ojalá pase algo
que te borre de pronto
una luz
cegadora, un disparo de nieve
ojala por lo
menos que me lleve la muerte
para no verte
tanto, para no verte siempre
en todos los
segundos, en todas las visiones
Al terminar el
concierto, tomaron rumbo al sitio en que compartirían,
posiblemente la noche. Luego de un pequeño intercambio de opiniones, decidieron que la noche aún ofrecía posibilidades de diversión y fueron a a un bar donde podrían también hacer gala de sus hablidades danzarinas
(habilidades de las que él carecía, por completo). Compartieron unas copas, él
hizo el ridículo saliendo a la pista con ella, que tenía buen porte, excelentes
dotes de bailarina, parecía que sus pies tenían contrato de exclusividad con el
ritmo, llenaba la pista de candor y de gracia con sus rítmicos contorneos,
además, trataba de no dejar tan atrás a él, mediante pequeños consejos de
baile, para que éste no sea tan lastre para ella. Un observador imparcial,
habría notado que tenían un buen feeling,
no para bailar, por supuesto, pero sí por la forma en que se comunicaban y se
trataban.
Llegada la
hora de retirarse, ella decidió que rendiría pleitesía al dios tabaco, ese
silencioso y elegante asesino; el asesino con
“charm”. Él no tenía claro cómo abordarla para hacerle sentir lo especial que
había sido compartir esa noche con ella y lo llenaba de regocijo saber que aún
tenía tiempo para con ella.
Al entrar a la
habitación, intentaron verse como normales, es decir, sin mostrar apuro alguno.
Ella estaba algo trémula, él algo relajado pero con ansiedad por dentro. La
besó con suavidad al principio, luego con algo más de pasión, que podía
confundirse incluso con apuro. Ella correspondía a sus besos y caricias con
reacciones igual de intensas. Tenían la madrugada para ambos, nadie podía
interrumpirlos, el aumento rítmico de la respiración y la temperatura corporal
de ambos, los prepararon para el siguiente paso. Ella estaba en sus manos, él
le demostraba no fuerza sino cariño, delicadeza incluso y una obsesión por
satisfacerla. Sus manos se entrelazaban, él ya no le besaba la boca, pero no
dejaba de besarla, a ella le correspondía sentir como el placer le iba nublando
la vista, había oscuridad, la respiración de ella empezaba a acelerarse aún
más, él no dejaba de besarla, de hacerle sentir cuánto la deseaba. Navegaba con
sus manos el cuerpo de ella, mientras aquesta, invadida totalmente de un
hormigueo tenue pero constante, arqueaba la espalda de forma cíclica. Cuando
ella lo sintió dentro de sí, su cuello no paraba de girar, mientras no
encontraba forma de soportar el arrebato de emoción que la cubría casi por
completo, luego, súbitamente, la pasión sufrió un ataque. La respiración se
desaceleró. La temperatura bajó. Los cuerpos se enfriaron. Sintió una molestia.
Consensuaron detenerse. La música que sonaba, aunque baja en volumen, no
colaboraba con el momento. Él le pidió que dejara de pensar en lo ocurrido, que
las ocasiones posiblemente se sucederían y la siguiente vez sería como las
primeras: más satisfactorias que esta. Ella no se resignaba. Hablaron largo
rato. A él, le parecía que ambos eran los protagonistas de “Ojos de perro
azul”, el sensual, esotérico y ciertamente triste cuento de Gabo. Entonces,
cuando él se disponía a dormir, ella decidió que un día tan magnífico como
aquel, no podía quedarse sin un adecuado cierre. Haciendo gala de una pasión
irrefrenable, lo embistió, lo tomó en sí y él, pletórico, correspondió. La
escalada de placer fue inevitable, llegó como avalancha, cadencioso sainete de
respiración entrecortada por los furibundos besos que él le daba, sin darle
oportunidad a respirar, se confundieron en un torbellino de caricias,
arremetidas, besos; cuellos y espaldas arqueados y manos entrelazándose
fuertemente, sobrevino el clímax, la cima del placer. Él se quedó ligero y
juraría que ella tenía una suerte de ráfagas, que a manera de espasmos
musculares le cruzaban por las piernas. El aliento de ambos se mezclaba en
pequeñas exclamaciones de gratitud, mientras él recordaba, con alivio, con
satisfacción, con una sensación mezcla de gratitud, exaltación y protección
para su pequeña, la letra de “Razón de vivir”:
Para decidir si sigo poniendo
esta sangre en tierra,
este corazón que bate su parche,
sol y tinieblas.
esta sangre en tierra,
este corazón que bate su parche,
sol y tinieblas.
Para decidir, para continuar,
para recalcar y considerar,
solo me hace falta que estés aquí
con tus ojos claros.
Ay, fogata de amor y guía,
razón de vivir mi vida.
para recalcar y considerar,
solo me hace falta que estés aquí
con tus ojos claros.
Ay, fogata de amor y guía,
razón de vivir mi vida.
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